Ante el debut de mi hijo, todo se volvió de matices oscuros. La breve formación de su cariñoso personal médico era nuestra única herramienta para sostener esta enfermedad que años atrás veía de reojo en un familiar. Las dudas crecían y no queríamos trasmitir este nerviosismo a nuestro pequeño, que al fin y al cabo, cargaba en contra de su voluntad esta mochila.
Nuestra mente reiteraba cada vez con más fuerza la sensación de culpabilidad, preguntándonos si todo eso que se había colado en nuestras vidas venía como consecuencia de malos actos pasados. La frustración crecía, pero jamás íbamos a ceder. Ante nuestra búsqueda incansable de información, dimos con la web de la asociación de diabetes de nuestra localidad.
Ahí comenzó nuestro acelerado cambio. Nos abrieron las puertas y se volcaron desde el primer instante con nuestro pequeño y nosotros. Sentía que hablábamos en el mismo idioma, me expresaban con palabras los sentimientos que me estaban ahogando en mi cabeza. Escuchábamos a otras familias con las mismas situaciones que nosotros, que incluso nos daban soluciones que no se nos habían ocurrido. Comenzamos a enfocar la enfermedad de manera muy distinta y aquella sonrisa olvidada volvió a florecer.
Esta breve historia puede ser la tuya, de tu vecino o la de un servidor, pero hay un denominador común que es igual a todas, y es el poder de las asociaciones.